“Las hojas que miraban”
Laura tenía seis años y unos ojos grandes como ventanas. Vivía en una casa silenciosa, donde cada palabra parecía romper un hechizo. Su madre flotaba entre las sombras de las habitaciones, siempre ocupada, siempre ausente, como si llevara puesta una capa invisible tejida con indiferencia. El padre era un recuerdo lejano, una risa apagada detrás de una puerta que ya no se abría.
En el rincón del salón, justo donde la luz de la tarde se curvaba y se deshacía, crecía una planta de Monstera deliciosa, enorme y verde, con hojas tan grandes como la cara de un ogro y con cortes profundos como si hubieran sido mordidas por el viento. Era una planta viva. No como las otras. Laura estaba convencida de que respiraba. A veces la encontraba con una hoja nueva que no estaba allí el día anterior. A veces, juraba que sus tallos se inclinaban para observarla.
Le aterraba. Pero no podía dejar de mirarla.
A solas, mientras su madre hablaba por teléfono o dormitaba con el cigarro colgando del labio, Laura se sentaba frente a la Monstera con su cuaderno. Dibujaba las hojas una y otra vez. Dibujaba los cortes como bocas abiertas. Dibujaba los tallos como cuellos de criaturas dormidas. Cada hoja era diferente. Algunas parecían tristes. Otras, furiosas.
Una tarde lluviosa, mientras el gris caía sobre el techo como un hechizo cansado, Laura se quedó dormida frente a la planta. Y soñó. O al menos eso pensó.
Del suelo, surgieron sombras líquidas, delgadas y susurrantes. No eran malas. Solo eran viejas. Se movían como telarañas flotantes y hablaban en un idioma que no se oía con los oídos, sino con los recuerdos. Una de ellas se posó sobre su hombro y le susurró:
—“Tú miras como los duendes miran, niña. Por eso las hojas te hablan.”
Y entonces, del interior de la Monstera, emergieron unos pequeños seres verdes, apenas del tamaño de un zapato, con ojos redondos y manos llenas de pintura seca. Duendes del Bosque Interior, se llamaban a sí mismos. Uno de ellos se acercó, con voz quebrada:
—”Nosotros vivimos aquí desde que la tristeza plantó esta semilla. Cada hoja es un recuerdo que tu madre no quiso mirar.”
Laura se encogió. Los duendes la rodearon, le ofrecieron pinceles diminutos, hechos de telarañas y pelos de gato, y le mostraron un muro invisible en el salón. Cuando lo tocó, se iluminó. Allí estaban sus dibujos. Las hojas. Su tristeza. Pero también algo más: un brote de color que aún no había nacido.
—”Pinta, Laura. Pinta lo que te duele. Así se rompen los hechizos antiguos,” dijeron las sombras.
Al despertar, el salón olía a tierra mojada. La Monstera tenía una hoja nueva, redonda, sin cortes. Y por primera vez, Laura no sintió miedo.
Pasaron los años. Su madre siguió distante, atrapada en su propio pantano emocional. Pero Laura ya no esperaba. Pintaba. Llenó su cuarto de cuadros. Hojas, sombras, duendes, ojos que lloraban en silencio, ramas que se abrazaban en secreto. La tristeza estaba allí, sí, pero transformada. Convertida en arte.
Un día, ya adolescente, una profesora vio sus dibujos. Le ofreció una beca para estudiar pintura. Laura se fue. No miró atrás. Pero llevó con ella una hoja de la Monstera, prensada entre las páginas de su primer cuaderno.
Hoy, sus obras cuelgan en galerías. Algunas personas las observan confundidas. Otras lloran sin saber por qué. Laura sonríe. Porque sabe que en cada cuadro hay un duende escondido. Una sombra que susurra. Una niña que ya no está sola. Y una hoja enorme que, al fin, aprendió a sanar.
